Cada vez más museos porteños cuentan con restaurantes, muchos de los cuales ofrecen propuestas gastronómicas relacionadas con sus muestras o sus edificios
En los calurosos meses de verano, Buenos Aires muestra otro ritmo, otro sonido, un tránsito más relajado y la posibilidad de descubrir una oferta cultural y gastronómica única. A eso apunta un fenómeno global que en los últimos tiempos desembarcó con fuerza en la ciudad: el cruce entre arte y gastronomía expresado a través de sus museos más reconocidos. Del imponente Bellas Artes al latinoamericano Malba, del idílico jardín del Fernández Blanco al oasis del Museo Larreta, de la vista portuaria de Fundación Proa al aristocrático Museo de Arte Decorativo, del coqueto Sívori a la personal Colección Fortabat, entre otros. Todos suman bares, restaurantes y cafeterías que ganan independencia en una relación en la que gana el museo, gana el restaurante y, más importante aún, ganan los visitantes y comensales que multiplican el disfrute.
“Le suma a todos: el plan de visitar un museo se complementa con la opción de comer o tomar algo allí mismo. Es como te pasa cuando vas al cine, que luego querés ir a comer para poder charlar de la película. En un museo pasa lo mismo. Y para nosotros, como gastronómicos, es una posibilidad única. Porque los museos tienen su propia historia y eso nos da contenido a lo que hacemos. No hay que inventar nada, tan solo saber aprovechar todo lo que ya trae el museo y darle vida. Y a eso se le suma la locación, que suele ser increíble”, dice Germán Sitz, creador junto a Pedro Peña de reconocidos restaurantes como Niño Gordo o La Carnicería.
Junto con el cocinero Alejandro Feraud –de Alo’s, en San Isidro–, Germán y Pedro abrieron hace unas semanas Los jardines de las Barquin dentro del Museo Fernández Blanco, en el barrio de Retiro. Allí, en un maravilloso jardín con olivares añosos y un aljibe desconocido incluso por muchos vecinos del barrio, ofrecen una propuesta para todo el día. Se puede comenzar con un café con medialunas, o sumar una croissant rellena de brie, palta, rúcula y pickles de cebolla. Ya para el almuerzo subir la intensidad con una milanesa de cerdo empanada con semillas o pedir el risotto de cebada; y en el atardecer disfrutar unos quesos de la patagónica Ventimiglia con una copa de Pinot Noir de Rocamadre, entre más posibilidades.
“Este lugar tiene mil historias por detrás –asegura Germán–. El Palacio Noel es un edificio neocolonial que construyó Martín Noel en 1922, con una estética hispanoamericana que se rebelaba a la moda de ese entonces, la de una Buenos Aires que quería parecerse a París. Pero antes de que existiese este palacio, en el siglo XVIII, acá vivió la condesa María Ignacia de Velasco Tagle Bracho; ella no tuvo hijos y adoptó a sus sobrinas, conocidas como las Barquin, que eran grandes anfitrionas, armando tertulias que eran famosas en la época de la colonia. Pensando en este pasado, es que decidimos darle un papel protagonista a los cereales en nuestra carta de comida, con cebada, alubias, garbanzos, distintos tipos de harinas. La Argentina es una potencia exportadora de cereales, es parte de lo que somos como país, y nos parece valioso rescatar todo esto desde la gastronomía”.
Exponentes de fama global
Más allá de un posible negocio para el museo, la verdadera intención de estos lugares va mucho más allá. Los bares y restaurantes generan un flujo propio de visitantes que alimenta al museo y viceversa, sumando públicos e intereses. Esto se puede corroborar pasando una tarde por Ninina, la reconocida cafetería y restaurante con sucursal en el Malba.
“El restaurante del museo es un servicio clave en la experiencia integral de nuestros visitantes – explica Emilio Xarrier, director de Administración y Operaciones del Malba–. Entendemos que además de visitar las exposiciones, ver una película o asistir a un curso o conferencia, la posibilidad de hacer una pausa en el recorrido para tomar un café, almorzar o cenar es una propuesta que suma a la salida. Hoy además la gastronomía forma parte de la identidad cultural de un país. Y si bien la concesión del restaurante no representa un ingreso significativo para el museo, la propuesta de un buen lugar donde comer o tomar algo mejora el servicio y la experiencia que ofrecemos”.
En el mundo, esta unión entre restaurantes y museos tiene exponentes de fama global. Uno de los casos más emblemáticos es Nerua, en el Guggenheim Bilbao, dirigido por el chef Josean Alija. Con una estrella Michelin a cuestas, este lugar apuesta a una cocina creativa y de autor, con platos como su gamba roja, lenteja y caviar; o el estacional hongo a la brasa con jugo de acelga, entre otros.
El recorrido puede seguir con Bar Luce, dentro de la Fundación Prada en Milán, cuya estética geométrica basada en los años 50 fue diseñada nada menos que por el propio Wes Anderson; o el espectacular Rijks (parte del museo homónimo en Ámsterdam), reabierto tras una importante remodelación en 2023, donde el cocinero Joris Bijdendijk imagina una carta basada en productos y tradiciones holandesas.
Estos son apenas unos pocos nombres de un listado interminable, donde la mayoría de los museos elige sumar gastronomía, a veces más sofisticada, otras más simple, adaptándose así a una clientela ecléctica que incluye visitantes de distintas edades y gustos. En el neoyorquino MoMa, por ejemplo, hay cinco restaurantes y bares distintos, incluyendo cafetería, almuerzos ejecutivos y cócteles para el atardecer.
El desafío: unirse al museo
Los bares y restaurantes de los museos funcionan en espacios independientes, sin compartir salas con las colecciones de arte, e incluso en muchos casos cuentan con horarios más amplios que los del propio museo. Pero a la vez están fuertemente unidos, tanto en lo edilicio como en lo simbólico.
“Lo que había antes acá le daba la espalda al museo, estaba separado. Cuando nos presentamos a la licitación, ofrecimos diseñar un espacio unido, que sea todo parte de un mismo concepto”, dice Diego Díaz Varela, ideólogo de Bellas Artes Bar, un pequeño polo gastronómico compuesto por el restaurante La Fernetería, la cafetería Colette y el street food Trapizzino Shop, que en 2021 inauguró al lado del Museo Nacional de Bellas Artes.
“Modificamos el ingreso, lo convertimos en un pasante: desde ahí podés ir a los restaurantes, al museo o a la sede de Amigos del Bellas Artes. Tenemos el objetivo de desarrollar el patio de esculturas, abrimos el ventanal que da a Libertador y que te permite ver el museo; antes eso era una pared ciega. Pero además potenciamos esa unión no sólo desde lo edilicio, sino en el día a día, generando eventos para el post cine que hacen en el auditorio, pensamos cocktails para inauguraciones, trabajando siempre en concordancia con ambos directores, tanto del MNBA como de Amigos del Bellas Artes”.
En La Fernetería es posible beber por ejemplo un Emilio Pettoruti, cóctel que combina whisky con una reducción de frutillas; un Van Gogh a base de ron, vermout blanco y licor; o un Salvador Dalí con vodka, cordial de pepino, Aperol y bitter de flores, entre otros tragos alegóricos. Mientras, de la cocina sale carpaccio de lomo, tartar de salmón, bife de chorizo de 800 gramos y más delicias.
“Para algunas muestras temporarias hicimos platos especiales, pensando en los artistas que se presentaban. Cuando vino el artista carioca Ernesto Neto, utilizamos ingredientes brasileños; con la muestra Tercer Ojo que la tenía a Frida Kalho como una de sus protagonistas, ofrecimos tacos”, cuenta Emmanuel Paglayan, socio y fundador de Ninina. Para Emmanuel, estar en el Malba es distinto a estar en otras ubicaciones: “En otros locales, tu relación con el propietario es transaccional, pagás el alquiler y listo. Con el museo hay una mirada estratégica, donde coordinás acciones y la estética de tu local”.
Con ya seis años como espacio gastronómico del Malba, también Ninina arrancó con una remodelación que le permitió conectarse con el museo. “El restaurante anterior estaba separado; nosotros rediseñamos el hall para que puedas pasar de un lado al otro sin salir. Colocamos el mismo piso, mantuvimos el diseño limpio de las paredes y nos integramos a la vida del museo. Nuestra propuesta es perfecta para el museo: tenemos una carta abarcativa, y sin ser tradicionales ofrecemos platos que atraviesan a varias generaciones, de una hamburguesa a una ensalada, de un risotto a un pescado. Y la verdad es que es un éxito. Tenemos público que viene del museo, hay muchísimos turistas, vecinos del barrio, gente que viene para visitarnos. Todo en un entorno maravilloso”.
La cadena Croque Madame, por su parte, sube la apuesta con locales en varios museos y edificios icónicos de la ciudad, aprovechando la arquitectura de esos espacios únicos. En el Museo Nacional de Arte Decorativo están en la entrada, en lo que supo ser la casa del cochero del Palacio Errázuriz; en el Larreta toman un jardín que es un verdadero oasis entre los edificios de Belgrano; y en Puerto Madero acaban de estrenar la remodelación del local dentro de la Colección Fortabat, con inmejorable vista a los veleros que descansan en el canal.
“Antes había un restaurante con una propuesta más pretensiosa. Lo nuestro tiene la ventaja de ser apto para todos, es más relajado y llevadero”, dice Santiago Borgmann, socio de la franquicia de Croque Madame en Puerto Madero. “Acá decidimos enfocarnos en el horario diurno, acompañando al museo y al barrio: sumamos café de especialidad, pusimos una máquina italiana de espresso, armamos un local muy lindo, cómodo y fresco. Compartimos la misma carta de otros Croque Madame, pero con algunas libertades; incluso llegamos a tener un club sándwich al que llamamos María Inés de Lafuente, en honor a la hija de Amalita Fortabat”.
Ver una obra de teatro o un recital en el Fernández Blanco y culminar la noche en sus jardines bebiendo un rico vino con unos quesos y pan de masamadre; ir a Fundación Proa, uno de los pioneros en esta idea de sumar gastronomía, y almorzar en su espléndida terraza mirando el paisaje de La Boca; beber un buen café recién tostado en Ninina, antes de entrar al cine del Malba; recorrer el patrimonio único del Bellas Artes y comer una pizza de estilo italiana; pasear por el rosedal para terminar en el Sivori almorzando una ensalada. Museos y restaurantes arman así una combinación poderosa, unida por una misma idea: la de disfrutar de una ciudad a través de su cultura y gastronomía.
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