Viaje al fondo de la noche
Afirma Karina Sainz Borgo -periodista cultural venezolana afincada en España- que las vicisitudes que despliega en su estupenda primera novela, La hija de la española (Lumen), aunque a veces se inspiran en hechos reales, son pura ficción. Sin embargo, la verosimilitud con que su pericia narrativa dota a esos episodios esperpénticos resulta estremecedora. Sobre todo cuando esas páginas se leen aquí, en la Argentina, tan cerca de aquella Venezuela devastada en la que transcurre la historia de Sainz Borgo, y cuyas desgracias conocemos no solo a través de la prensa, sino de los durísimos testimonios en primera persona que aportan miles de inmigrantes, llegados al país huyendo de la tragedia.
Una Caracas sumida en el caos, la degradación y la violencia es el oscuro telón de fondo sobre el que se recorta la vida gris de Adelaida Falcón, filóloga de 38 años que con la muerte de su madre pierde lo poco que tenía: un afecto y un hogar. En un escenario apocalíptico, que remite a las distopías de la literatura y el cine, quienes no comulgan con el régimen de represión y saqueo instaurado por el Comandante Presidente y continuado por sus sucesores deambulan como zombis, aterrorizados por las bandas paraestatales de Los Hijos de la Revolución y las pandillas de los Motorizados de la Patria. Sainz Borgo nunca menciona a Chávez ni a Maduro. No hace falta.
Acorralada y vacía, Adelaida solo intentará sobrevivir, y lo hará a su manera. Mientras atraviesa el infierno en círculos de la clínica desmantelada en la que interna a su madre enferma de cáncer ("nos cobraba por todo aquello que no tenía y que debíamos comprar por tres o cuatro veces su valor original"), el abuso inescrupuloso de los revendedores de medicamentos en el mercado negro ("desde las jeringas y las bolsas de suero hasta las gasas y el algodón que un enfermero con aspecto de matarife me proporcionaba tras pedirme una cantidad exorbitante, casi siempre mayor a la que habíamos acordado"), los estragos de una inflación desbocada que convierte el dinero en mero papel pintado ("eran necesarias dos torres de billetes para comprar, cuando la había, una botella de aceite; a veces tres para un cuarto de kilo de queso. Rascacielos sin valor, eso era la moneda nacional"), la angustia ante la desaparición de los amigos secuestrados en las manifestaciones, violados, torturados y asesinados; en medio de ese aquelarre, Adelaida recuerda. Vuelve una y otra vez, en los remansos del relato, a la evocación de los años de su infancia, en los que nunca sobró nada, pero tampoco faltó una modesta normalidad que permitía a las dos mujeres visitar a las tías en la costa, tener libros en casa, comer y vestir dignamente; soñar con que a fuerza de trabajo, estudio y empeño, como ambas habían conquistado cada uno de sus pequeños logros en la vida, esa tierra amada y díscola daría de sí lo que durante tanto tiempo había prometido: progreso, paz, bienestar.
Pero el futuro se torció, y la autora condensa la profundidad del abismo en las bellas y desoladoras palabras con que Adelaida se despide de su madre; también, de la Venezuela perdida: "Me gustaba que fueras discreta y desconfiada. Que despreciaras la superstición y la zafiedad. Que leyeras y enseñaras a los demás a hacerlo. Te parecías, mamá, al país que yo di por cierto. Al de los museos y teatros a los que me llevabas. Al de los que cuidaban la presencia y los modales. No te gustaban las personas que comían o bebían demasiado. Tampoco las que daban voces o lloraban a gritos. Odiabas el exceso. Pero las cosas han cambiado. Ahora todo se desborda: la suciedad, el miedo, la pólvora, la muerte y el hambre. Mientras agonizabas, el país enloqueció. Para vivir, tuvimos que hacer cosas que jamás imaginamos que llegaríamos a hacer: predar o callar. Me tranquiliza que no vivas para verlo".