Un refugio para el espectador cansado
La escena parece dispuesta para un film de Mijalkov. La galería que da al pequeño jardín tapizado de césped mullido y enredaderas envolventes; mesas y sillas que -ornamento y hierro blanco- evocan lánguidos atardeceres de la Belle Époque; un gato con apostura de esfinge. Solo resta, para completar el cuadro, que entre de perfil una dama con pamela y guantes de organdí y el director pida: "¡Acción!". Pero lo que aquí se celebra, en la espléndida embajada de Polonia y gracias a la generosidad de su anfitriona, la embajadora Aleksandra Piatkowska, es la majestad del cine polaco, revivida, recordada y actualizada por el excelente trabajo del crítico Pablo De Vita, que en su flamante libro publicado por Djaen (precisamente, Diálogos con el cine polaco) compila las entrevistas que hizo a algunos de los realizadores más destacados, de Andrzej Wajda a Pawel Pawlikowski.
Para las sucesivas generaciones de quienes hemos amado ese cine y en nuestra más temprana juventud lo hemos erigido en escuela de ética y estética (la gran sala oscura no ya como mero espacio de evasión o entretenimiento), el libro de De Vita es un tesoro, un cofre de incesantes maravillas. Así, por ejemplo, el creador de Cenizas y diamantes explica la razón (más allá del talento, claro) de la rica simbología que abundaba en las películas de aquella época: "Sabíamos que lo que verificaban los censores eran los diálogos, y nos cuidábamos de no incluir nada que estuviera en contra de la ideología comunista. Si uno quería decir algo, en lugar de la palabra usaba la imagen, que significaba mucho más", confiesa Wajda.
La charla con Lech Majewski es toda una declaración de amor al cine, a la vez que una lección de disciplina y tesón. Entre otras películas inolvidables, Majewski es autor de una obra maestra que es también una proeza artística y técnica: El molino y la cruz (2011). Allí, el cineasta se mete, literalmente, en el Camino al Calvario, de Brueghel y, como un demiurgo, comienza a insuflar vida, movimiento, sentimientos e ínfimas peripecias cotidianas al centenar de personajes pintados en el cuadro. La aventura -en la que participaron Rutger Hauer, Michael York y Charlotte Rampling- le tomó cuatro años en los que fue necesario aguzar el ingenio y desarrollar recursos nuevos. "No contábamos con las tinturas que se utilizaban en la época de Brueghel, porque en ese momento la confección de textiles era manual y los colores se obtenían de tinturas orgánicas", le contó a De Vita. Hubo que montar entonces una mínima factoría para producir los colores necesarios con cebolla y remolacha. "Y en cuanto a la ropa, les dimos una reproducción del cuadro a 40 campesinas polacas que hicieron todos los trajes a mano". El cielo también reclamó lo suyo. "Para este trabajo estuve en Nueva Zelanda estudiando las nubes. Una de las más bellas formaciones de nubes la vi en una isla que los maoríes llaman «la isla de la nube larga». Así filmamos nubes que luego puse en proporción con las nubes de Brueghel y el resultado es un 80% nubes de Nueva Zelanda y el 20% restante de Brueghel". Las nubes insumieron dos años y medio de posproducción.
Pasiones como la de Majewski (y en el libro de De Vita abundan los ejemplos) llevan inevitablemente a las palabras de Scorsese que hace pocos días encendieron la mecha: los films de superhéroes no son cine. Verdad. Es cierto que podemos pasarlo bomba pochocleando con las criaturas de Marvel -¡seamos menos apocalípticos y más integrados!-, pero en esos productos (la palabra no es ingenua) en apariencia completos, saturados de sí mismos (todo potencial tecnológico hecho acto visual) la falta primordial cobra profundidades de abismo. Al espectador cansado, entonces, siempre lo esperará el refugio de cinematografías como la polaca de todos los tiempos. Afortunadamente.