Las trampas ocultas de un diálogo incierto
Nada vuelve a ocurrir como la primera vez. Hace poco más de un año, entrábamos junto con el resto del planeta en la pesadilla de la pandemia, de la que todavía no nos hemos despertado. En esas primeras semanas, el miedo a lo desconocido nos mantuvo encerrados. El mundo exterior se convirtió en un páramo poblado de fantasmas y cargado de una potencial letalidad. ¿Quién no recuerda su primera salida y el temor de que el virus, omnipresente en su invisibilidad, invadiera el propio organismo tras tocar un picaporte o cargar unas bolsas de supermercado? Hoy el Covid sigue planteando enormes interrogantes, pero lo conocemos un poco más. La pesadilla, por acostumbramiento, ya es parte de nuestra vigilia. Cada cual, en la medida de sus posibilidades, regresó a las cosas que la irrupción del virus había puesto en suspenso, aunque nada volvió a ser lo mismo. Ahora, el avance de la segunda ola nos devuelve al sentimiento de orfandad de hace un año, pero se trata de un déjà vu engañoso. No somos los mismos. Ni nosotros ni el virus. Hemos aprendido algunas cosas y nada puede repetirse de la misma forma que el año pasado.
Así como vale en el orden personal, esto pesa también en el terreno de la política. En marzo del año último, una sociedad angustiada encontró amparo en la actitud de un Presidente que parecía dispuesto a deponer los antagonismos para abrir un diálogo sincero con la oposición a fin de coordinar medidas de prevención y cuidado. Parecía que la política, ante la magnitud de la crisis, privilegiaba el bien común a la lucha agonal, algo poco frecuente en nuestro país. La sociedad creyó. Y acató lo que se le pedía, en una muestra de responsabilidad cívica. La imagen positiva de Alberto Fernández, solo por el hecho de haber gobernado para el conjunto y no para una facción, escaló al 80%. Era la oportunidad para que se emancipara de la vicepresidenta, que por supuesto no toleró el ascendiente que había ganado su mandatario ni tampoco su disposición dialoguista, que se daba de bruces con la polarización que requiere la tarea para la cual el kirchnerismo regresó al gobierno. La opción que hizo el Presidente ya la conocemos. Y es ella precisamente lo que determina el escenario en el que avanza esta segunda ola.
Con aquella decisión, el Gobierno dejó en claro sus prioridades. Lo primero es tomar el control de la Justicia para garantizar la impunidad de la vicepresidenta y colonizar las instituciones. La pandemia viene después. Incluso, a pesar de su enorme costo en vidas, ha sido aprovechada como una oportunidad para avanzar más y mejor en el objetivo principal. Desde que Fernández hizo estallar el diálogo cuando les birló fondos de coparticipación a los porteños, los ataques a la oposición y su demonización se han vuelto más virulentos a medida que se radicaliza el embate contra la Justicia. El combustible de ese ataque es la teoría del lawfare, que necesita de jueces adictos que la avalen así como de un relato recargado en el que los malos sean muy malos, capaces de haber fraguado mediante su poder una decena de causas de corrupción en las que la prueba reunida es abrumadora.
Hoy Fernández está atrapado en esta contradicción. La búsqueda de impunidad supone hipotecar la viabilidad del país. El Presidente pretende cuidar a la sociedad, pero está obligado a dividirla. Algo inadmisible, y más en medio de una crisis sin precedente. Primero, el gobernador de Buenos Aires, Axel Kicillof, acusa a la oposición de “boicotear las medidas de cuidado”. Luego La Cámpora, la agrupación de Máximo Kirchner, habla de “mentes perversas” que “buscan el colapso del sistema sanitario y usan el odio para dividir”. El Presidente remata llamando “imbéciles” y “miserables” a quienes cuestionan las nuevas restricciones. ¿El resultado? De aquel 80% de imagen positiva Fernández solo conserva la mitad. La pérdida de autoridad no ha sido menor. Con la autoridad, también dilapidó la confianza, que es lo que la sociedad necesita ante la escalada de la pandemia.
Desde esta contradicción, desde esta debilidad, el Gobierno ensaya acercamientos con la oposición para volver a consensuar medidas ante el avance de la segunda ola, en medio de las cuales presenta la iniciativa de postergar un mes, en principio, las elecciones legislativas. ¿Puede ser esta una medida prudente desde lo sanitario? Puede. Nadie sabe cómo llegaremos a agosto.
La oposición enfrenta su propio dilema. “No puedo clausurar los ámbitos institucionales porque el kirchnerismo haga trampa”, dijo Jorge Macri tras haber sido víctima de una operación en la Casa Rosada. Vale. Sin embargo, conviene no olvidar que el kirchnerismo siempre aduce las mejores razones para luego revelar en los hechos que ocultaba las peores. Desde el voluntarismo, a veces se soslaya que la convivencia es inviable cuando una de las partes está empeñada en quebrar el sistema que la ampara. A esta altura, sin vacunas y sin reactivación económica, con el calendario electoral encima, el oficialismo parece más preocupado por el número de votos que por el de contagios.