Así comienza un amoroso y monumental trabajo sobre la cantante Margarita Kenny, con anécdotas, testimonios y registros de conversaciones con el autor de esta nota; del debut en el Teatro Colón en 1943 hasta su muerte en 2008, pasando por sus años en Filadelfia y la cumbre en Europa
Margarita Kenny vivió para su público y eso nos incluye. En sus últimos años eligió recordar y contar para ser leída, así como en su juventud había cantado para ser oída. Al revisar un conjunto de artículos de la prensa alemana —que en aquella época la adoraba— y escuchar los casetes con nuestras conversaciones de principios de los 2000, veinte años después tengo la certeza de que estas memorias darán al lector los elementos para reconstruir un mundo perdido, aun cuando la protagonista no haya deseado hablar más que de música y de cómo se vivía en Viena.
El prólogo para un libro de ópera puede extraviarse en lo museológico, como un documental sobre el Titanic —con sus escaleras de caoba y los músicos hundiéndose mientras tocan—. Pero ninguna analogía consigue explicar lo que debió de significar para un espectador de entonces presenciar estas funciones. En la ópera, cada año se extienden los aplausos, al punto de que nos puede llegar la noticia de que se aplaudió una actuación durante horas y no saber qué significa. A Margarita la llamaron siete veces “a cortina” y, cuando ella lo cuenta, significa algo.
En términos deportivos, “cantante de ópera” lo pensaría como un nadador de fondo —aquel que cubre grandes distancias—, al que se le exigen, además, coreografías de nado sincronizado, ¡y que cumple con todo! Según este ejemplo, para ser cantante pop —mi especialidad— bastaría con mantenerse a flote. Con sus alumnos líricos ella era más estricta: “Te falta el hueso de la mandíbula de abajo para terminar de tener la cara de cantante. Ya lo de arriba se te transformó, te falta la parte de abajo”, le observó a su sobrina nieta Rowina.
Este libro está centrado en las conversaciones que tuvimos en el último tiempo de su vida en su departamento frente al Colón. El testimonio de Margarita Kenny —también Margeritha, Margarette, Mergarita, Margareta, Margarite Kenney, Baby, Kennylain o Helen— nos permite reflexionar acerca del lugar que ocupan en nuestro imaginario algunas figuras de la cultura que pudieron representar a la Argentina en el mundo. Y también le toca al lector juzgar qué grado de importancia puede ejercer en el destino —dominio de la norna Urd— un nombre u otro.
A pesar de su propósito trascendental, en estas páginas se escapan algunos momentos coloquiales que dan cuenta de mi interés por los chismes. Esos también los atesoro. Entonces, nos encontramos con desgrabaciones de sus charlas y sus clases, recuerdos de sus alumnos y allegados, y las ilustraciones de su colección personal de fotos y recortes de diarios.
La aparición de Cocó Muro Garlot le imprimió un nuevo impulso al último tramo de este proyecto biográfico. Licenciada en Comunicación, tuvo la idea de investigar en los nombres propios que abundan en el relato de Margarita. De esta manera los comentarios a pie de página funcionan como un sustrato sobre el cual pueden reinterpretarse algunos de los acontecimientos que protagoniza nuestra heroína. Por ejemplo, Enrique Dodero, que se interesó en su formación en Filadelfia, es el mismo que ayudó a Onassis en el inicio de su fortuna, quien por su parte mantuvo vínculos con María Calas. Y de esta manera no se intenta más que ofrecer un marco cosmopolita dentro del cual la Argentina también ocupa su lugar particular.
Muchas personas e instituciones, en su generosidad, sumaron sus testimonios a este conjunto. A ellos, nuestro profundo agradecimiento.
Margarita Leonor Kenny, cantante wagneriana a quien podemos escuchar en ediciones de Decca, EMI y otros sellos, ahora también está en internet. Pero no cuando ella vivía. Comenzando el siglo XXI, para que lograra volver a escucharse había que reunirse en torno a un reproductor de CD. Rowina Casey me había hablado de su tía abuela y fui admitido en esas tertulias.
En secreto, ella le daba instrucciones a su sobrina para que accionara el estéreo, como una forma de animar la velada: “Cuando yo te digo, lo ponés” —la imita Rowina—. “Entonces ella me miraba y yo tenía que decir: ‘Bueno... yo sé que Margarita no lo quiere, pero...’ y ella: ‘Ay, no, por favor... no, no, Rowina’. ¡Me retaba! Entonces yo tenía que poner los discos. ‘Por favor, no insistan con eso...’”.
Se divertía con todo ese número, pero notábamos que su voz había sido distinta a la que se apreciaba en el parlante, ninguna que pudiera escucharse fuera de aquellos escenarios. Los cantantes de ópera no usaban micrófono. Ahora esa voz, admirada como mezzo y más tarde aplaudida por el mundo como soprano, deja lugar a esta otra, la que nos cuenta su vida, poblada también de intérpretes —sus colegas— que la acompañan en esos discos y a los que ella tuvo siempre en la memoria.
Más allá de que las figuras que hoy se recuerdan sean las del clan Karajan —vinculadas a la industria de las grabaciones—,están aquellas que, como Wilhelm Furtwängler y sus cantantes, también conocieron la adoración del público masivo. Así que el relato de Margarita, a la vez que una versión de la historia, es un instrumento para entenderla.
Las preguntas a estas memorias podrán ser mejores. Mientras tanto, hay dos aspectos para tener en cuenta al leerlas. Uno es el estilo —adecuado o anticuado—, que recuerda al Reader’s Digest y más directamente a la revista El Hogar. Al haber sido Margarita una de sus redactoras, no es extraño que haya elegido ese tono para contarnos su vida.
El otro desafío, insalvable, es su voz. Los años en Viena le habían dejado un encantador arrastre de consonantes que podía sonar imperativo, pero que ella sabía teñir de humor para los que no hablábamos alemán. Eso no puede ser recuperado por la escritura y muchas veces determinará el sentido de un pasaje. Ella decía “Toron Powa” y yo al rato por fin: “Ah, ¡Tairon Pauer!”, cuando me hablaba de Tyrone Power. La distancia no solo quedaba establecida por la pronunciación del idioma, sino también por la transliteración de una vida que excede el marco de la traducción.
Sus circunstancias podrían haberle inspirado algún escepticismo por la construcción de la Historia. Pero su confianza en la mecánica del mercado siempre la mantuvo desconcertada frente a mis teorías conspirativas. Era indulgente con el talento de quien apareciera en la televisión de Zulema —la señora quela cuidaba—. Decía: “Yo quiero ver eso de internet, quiero tener un lugar que se llame ‘The Helen’s Corner’, con una sección ’Stardust’, y ahí voy a contar las anécdotas de los famosos”. Es que, para mí, Christa Ludwig era la opción cómoda del momento. Sin embargo, ella consideraba mi opinión un instante y terminaba con una ponderación a la brillante voz de su rival.
Luego de insistir, finalmente fui admitido como alumno. Esas tardes junto al piano determinaron mi manera de ver el mundo.Su “puntualidad prusiana” a veces se disculpaba a través del portero eléctrico: “No, querrrido, hoy no. Ven mañana”.
En mis clases con ella, el espionaje y sus vínculos con la aristocracia europea terminaron siendo tan interesantes como mi formación vocal. El regreso en el subte C a veces se hacía desconcertante, pero con el tiempo aprendí de ella que lo valioso está más allá de “un vagón lleno de cantantes”.
Estos relatos transcurren en los mismos escenarios de los cuentos de hadas y de las novelas de espionaje, donde los desenlaces suelen ser los que ya imaginamos. Pero Margarita es una guía imprevisible. “¡No sea emocional!”. El alumno, que necesita aclarar este concepto, propone: “¿Es como decir ‘no sea sensual’?”, y Margarita Kenny, corrigiendo la corrección: “Lo pronunciaste mal”.
Esta semblanza rumbea hacia los campos del aprendizaje —tratándose de mi maestra, es disculpable— y, fuera de sus observaciones técnicas, la vida de Margarita no sabría qué nos enseña. Insistiendo en la lectura de cualquier fragmento de su biografía —al fin y al cabo, tuvo éxito durante veinte años en Viena—, la evidencia no es la que esperamos.
¿Qué hace un “duende” en una ópera —en el techo del Colón está el de Soldi— más que charlar durante la función? Las Bellas Artes seguro serían las primeras ridiculizadas. También oirían por las rejillas cuando ella, Margarita, abría la boca para cantar. Llevando la situación a Viena, el duende podría convertirse en un Fantasma de la Ópera con la apariencia de Richard Strauss, gravitando en su difícil ingreso a la Staatsoper.
“Wagneriano” a veces se entiende como “sobrehumano”, una aspiración normal para un europeo de la época. Pero, en orden, antes es un rasgo sonoro distintivo en los personajes de este compositor y que los especialistas encontraron en la garganta de Margarita Kenny. “Descarnado, ¡más descarnado!”, decía ella, hasta dar a entender el porqué del anhelo de los dioses por nuestras cosas.
El elemento “poderoso”, la siguiente y política impresión de lo sinfónico —empeñada en ilustrar un mundo militarizado—, muchas veces solo resultó estruendoso y grandilocuente. Fue necesario el concepto de belleza, que mantuvieron consecuentes Margarita y otros de quienes se habla en este libro.
Al lector actual puede sorprenderle la cantidad de referencias al nazismo que encontrará en estas páginas. Es evidencia de que en esos años se trazaba el mapa geocultural del mundo y la línea pasaba por Viena. La ópera, como drama del siglo XX —concretamente en el mundo germano—, usó sus últimos recursos para establecer el lugar que debía ocupar el poder. En1955 —a un año de compuesta— se estrena en la Volksoper una ópera ítalo-estadounidense, avalada por un Premio Pulitzer. Se puede advertir el interés del nuevo mundo en gestionarse un lugar de pertenencia dentro del ámbito cultural alemán. Aunque Margarita interpreta el personaje de Desideria en este drama de Menotti, las voces wagnerianas de posguerra se ocuparon de devolver ese poder adonde pertenecía: lejos de esta tierra. Pero, como dijo Furtwängler: “Nadie que no haya vivido aquí en aquellos días posiblemente pueda juzgar cómo eran las cosas”.
Transcribir nuestras conversaciones con Margarita fue como sacar un libro de la biblioteca. ¿Cuántos años llevaría ella repasando en su mente estas aventuras? No menos de treinta. Puedo imaginar a lectores preguntándose por las veinte funciones de su Fata Morgana, o la grabación de Tiefland que nunca mencionó. Siempre que mis nimiedades la desviaban, ella volvía ordenadamente a su relato, ayudada por unos manuscritos que apenas me dejaba hojear. Hasta las secciones y los títulos propuestos parecen destinados a una audiencia radial, la de sus inicios, en los que asoma el modo instructivo de sus clases. Le encantaba decir que era periodista y puede ser que el amor por la crónica haya sido lo que mantuvo su great mind hasta el final. Junto a esas anotaciones también guardaba fotos y recortes de publicaciones en alemán. Estos recortes a veces aparecen subrayados, y muchos de ellos sin que consigamos saber a qué diario pertenecían o de qué fecha eran. A pesar de esto, no dejan de ser objetos íntimos que conservó con ella y que ahora pueden darnos una idea de lo que debió de significar su aparición en los escenarios de la época.
Ella había llegado a Europa desde los Estados Unidos, por lo que en el ámbito vienés existió una confusión respecto de su nacionalidad. En casa de los Kenny, la mañana era para el inglés y la tarde para el castellano, un régimen establecido por la madre —Lucy Mac Cormick— con el propósito de evitar el ”spanglish” o el “castellano de Belgrano”. Venadense orgullosa, le gustaba decir que su lugar de nacimiento era también “cuna de todos los irlandeses y de los polistas más destacados”. Y de sí misma: “Mi sangre es irlandesa, mi corazón es argentino, mi alma es germana”.
De intelligentzia accidental para la revista LIFE a su aparición como “la cantante norteamericana que poblaba los sueños de un caballero vienés”, según el testimonio de Thomas Bernhard en su libro El sobrino de Wittgenstein —donde el escritor le concede a Margarita “casi todas las grandes óperas del mundo”—, se traza un arco dentro del que todo es posible, incluso esta aproximación a sus memorias. Una proximidad que no alcanzaría para franquear la delicadeza de sus sentimientos por este caballerovienés, su gran amor, Paul.
En los años cincuenta el concepto de “diva” estaba poco relacionado con la televisión, un invento todavía primitivo. Margarita sabía, por un encuentro con Tyrone Power, que antes de que los canales de transmisión descubrieran la comunicación de masas la celebridad respondía directamente a las Ligas de Madres de Familia.
El divismo de la ópera exhalaba cierto desinterés por la radiodifusión, que, sin ser una demanda central, se ponía de moda. Para estas figuras, la radio venía a resolver un problema que no existía. Al fin y al cabo, con cinco o seis teatros en Europa y América, la ópera había sido suficiente para la cultura occidental. A Sudamérica llegaron las nociones de un divismo a lo Hollywood por la necesidad de encontrar una similitud entre los intérpretes de la ópera y la sociedad paqueta local, según los estándares de publicaciones como la revista El Hogar. Hasta mediados de siglo, las estrellas de la ópera habían representado un tipo de celebridad que inspiraba buena literatura y justificaba la presencia de crítica musical en las páginas de chimentos. Con el correr de la lectura, aparecerán otras perspectivas que se sumen a la que intenta este prólogo, provisoria para abordar una época en la que el gusto popular pudo haber sido el más ilustrado de la historia, justo antes del advenimiento del pop.
Para Europa, la música popular eran Gershwin y el tango. Pero, aun considerando la presencia de este “pop” en las piezas de Satie y Hindemith —las vanguardias de principios de siglo—, Margarita advirtió uno nuevo en la radio de Hamburgo. Entró al teatro y dijo: “I’ve heard a new sound and it’s wonderful!”(¡Escuché un nuevo sonido y es maravilloso!). Eran los Beatles. En una entrevista para la revista Clarín de febrero de 1970 co-mentaba: “Creo que la ópera es una forma anticuada, algo quepasó a la historia. Pero vive porque la voz humana es un instrumento que fascina y conmueve como ningún otro”.
No solo en el arte Kenny fue una propulsora de la modernidad, sino también en la cultura espiritual del Oriente, que ayudó a introducir en la Argentina de los años setenta. No fue necesario mucho tiempo de conocernos para que me fuera recomendado asistir a estas reuniones latihan. Para ella, la disciplina física iba relacionada con el aspecto espiritual. Tanto el panteón wagneriano como la eclesiástica de Bach encontraron un lugar cómodo y natural en el pecho de Margarita, en donde habitaba una gran voz, pero también un gran corazón.
En sintonía con el esplendor de la prédica hindú dentro del hippismo, los jóvenes de la ópera hallaron su Oriente en el Subud. Por medio de un misterioso bautismo indonés, Margarita obtuvo el nombre Helen, el que adoptaría para sus íntimos.
”Soy tan snob que sufro”, confesó alguna vez. Sin embargo, es fácil reconocer en esta afirmación la inversión reflexiva de Oscar Wilde, para quien “It’s only shallow people who don’t judge by appearances. The true mystery of the world is the visible, not the invisible” (“Solo la gente superficial no juzga por las apariencias. El verdadero misterio del mundo es visible, no invisible”).
En mi primera entrevista con Helen, llevé un bolero. Creía tenerlo preparado; entendía el tema de la composición y su contexto. Por entonces, me atrevía a cantarlo a capella, con la aprobación del público de vanguardia. Ella me escuchó hasta el final, en una versión de Noche de ronda más emotiva que de costumbre. Vagamente consciente de lo que significaba can-tar delante de esta eminencia, me enfoqué en la interpretación. Después de un silencio, sentenció: “No entendí nada”. Esta frase, hasta hoy, actúa en mí como un precepto zen.
La maestra nunca tuvo que referirse a mi música y la periodista lo dejó pasar. Teniendo en cuenta que, según Rowina, “le hacías escuchar cantantes y pensabas: Ahora me va a decir ‘¡qué flash!’, pero te contestaba: ‘Es una porrrquería’”.
Para mí siempre tenía una observación relacionada con el lenguaje. Con eso me hacía pensar que los problemas de un Tannhäuser y los míos eran los mismos: el texto. Aun cuando en última instancia el arte vocal exija una buena pronunciación del idioma, nunca dejó de recordarnos que el texto es lo primordial.
En 2015, gracias a una beca en Letras del Fondo Nacional delas Artes, viajamos con Cocó a Viena buscando referencias para este libro. Lo que vi llegando al café del tan mencionado Hotel Sacher, frente a la Ópera, no podía ser cierto. A través del vidrio, rutilaban los shorts y las remeras deportivas de los clientes sentados frente a sus porciones de torta. Es el tipo de contraste que describe lo alejado del mundo de la ópera, del mundo que me había prefigurado. Bernhard en su libro cuenta que en el hotel había dos salones, y que él y Paul Wittgenstein prefirieron siempre el de la derecha —desde donde dominaban la salida y entrada del teatro—, para criticar.
A pocas mesas de una familia de ruidosos argentinos, creo haber interpretado el humor corrosivo que estos dos vieneses destinaban a sus propios compatriotas. El día lluvioso mantenía mis pies húmedos, para sumar otro elemento bernhardiano a la experiencia: las afecciones pulmonares. Me faltaba sentirme un “sudaca”, como se llamaba Helen a sí misma, pero la cordialidad de los vieneses me permitía imaginar cómo habrían cuidado estos melómanos a nuestra cantante.
La ciudad de la que habla este libro no existe. Alrededor de la Staatsoper hay un enjambre de cortesanos de cotillón que empujan al transeúnte al interior de las salas de concierto vociferando “¡Mozart!”, como los gladiadores del Coliseo romano pregonan “¡foto!”. Es probable que el fenómeno turístico ya en aquel entonces fuera un problema y que Helen lo evitara en su relato deliberadamente. Por eso, una escena mercantil quizás sea el mejor contraste para introducirnos en un texto que habla de una Viena y una Buenos Aires musicales.
Podría quedarme con aquella visión prosaica de Viena para ofrecer un mundo irremediablemente perdido, pero al día siguiente de la escena del Sacher me enteré de que los colorido scortesanos que me habían abordado pertenecían a una troupe que alquilaba el teatro durante el verano. Y, pensándolo mejor, no era el tipo de cosas que ella hubiera dejado pasar. Por el contrario, quizás tuviera por un buen remate el hecho de que Dora, una funcionaria ecuatoriana, fuera quien en su oficina de la Staatsoper me sacó de mi error. Las instituciones deben descansar, mientras que el arte no lo necesita.
Helen dejó claro que un buen título para este libro sería ”Cantar es ser”, la cita de Rilke, que expresa sintéticamente su concepción sagrada del canto. “La voz es un instrumento creado por Dios, a diferencia de los que ha creado el hombre parala orquesta. Y que me perdonen los instrumentistas”, dijo ella alguna vez en una entrevista.
La inclinación de Margarita por el pensamiento se puede notar en el uso de citas textuales, que le venían de su gusto por laliteratura. Su Dios bíblico invitado como gastspiel del Walhalla—”cantante huésped de un teatro”, en este caso de un “paraíso escandinavo”— también me permite imaginar algunas analogías sin demasiado escrúpulo y divertirme a su manera.
El Dios de Margarita merece algún comentario. La connotación de ocaso en el Götterdämmerung (El ocaso de los dioses) probablemente haya alimentado la discusión entre melómanos y creyentes. Aunque, por esa época, la vida cotidiana y cultural de Viena se las había arreglado todo lo bien que se podía frente a la indolencia divina en los asuntos de la guerra. Mientras Europa sufría las privaciones de la reconstrucción, se consideró a la Ópera de Viena como “el placer más caro del mundo”. Es que la Ópera del Estado, en cualquier circunstancia, siempre defendió su conjunto estable.
Margarita se formó intelectualmente en casa de los Wittgenstein. Dice Gloria Sopeña —amiga y quizás su alumna predilecta— “... de esa familia tan poderosa de los aceros. La madre de Paul la adoraba. La llamaba ‘meine tochter’ (mi hija). En su cuarto siempre había flores amarillas que Hilde mandaba a colocar porque le encantaban”. Los Wittgenstein se trataban entre sí por medio de analogías. A nosotros nos quedan las que conocemos: Inspiración, Azar o Destino, para referirnos a la divinidad. El Nicht nietzscheano niega la vida de Dios, pero su libreto conserva el nombre para uso wagneriano.
Helen se encuentra con que Erede y Hagger se purifican de la sensualidad nórdica en la búsqueda de la transparencia armónica, y le atribuye el mérito a su devoción en lugar de concedérselo a Bach. Sus menciones a Dios describen distintas formas delo insondable según un sistema de creencias conservador, pero en cuya médula subyace un panteísmo inconfesable. Un dios creado a semejanza de los prodigios que su voz comenzaba a revelar y que la mantuviera sensata frente a la lluvia de halagos. Todo un problema medieval que Margarita resuelve con las palabras de Agustín: “Cantar es orar dos veces”. Si “Cantar es ser”, luego, “ser” es orar dos veces, en una paradoja romántico-medieval. Las notas de su Venus —nada grecolatina— parecen encontrar apoyo en esta cosmogonía.
Un día de sus últimos años, con ese tono marcial con el que se comunicaba con Dios, le dijo: “Señorrr, ¡misión cumplida!”. Gloria quiso saber: “¿Y él que te contestó?”. “Nada, no contesta”, concluyó.
En las discusiones sobre la salvación, se suele recurrir a la naturaleza como un argumento inapelable. El arte, con un poco de ventaja, supo encontrarle mejor provecho advirtiendo al estudiante: “Todo está en el texto del poeta, usted no agregue nada”.
El número de dioses en el Ring (El anillo del Nibelungo) es reunido en un colectivo anhelante de deseos humanos, y para colmo se los mezcla con los hombres, más o menos dioses según el humor del director. La Ópera despoblada a las tres de la tarde, como la catedral de San Esteban a la misma hora, deben de haber sido un paseo cotidiano para Margarita, quien por precaución mantuvo a los dioses libres de envidia, lo que no pudo con tanta suerte conseguir de sus pares. Es que el lugar para charlar con los duendes son los prados irlandeses, mientras que en Viena se escondían debajo de las butacas de los teatros y las iglesias, como Thomas y Paul, para criticar.
Dice Gloria Sopeña que para seguir las indicaciones del director hay que tener buena vista. Así que el día que nuestra maestra decidió no cantar más se quitó los lentes de contacto y los arrojó al suelo. Así era de épica, hasta en sus momentos domésticos.
A principios de los 2000, a sus ochenta años, Margarita vino a verme al teatro. Al distinguirla en la platea, aquella noche para mí fue como cantar en Bayreuth, su Bayreuth.
El piso donde Margarita vivió sus últimos años está ubicado sobre la confitería Exedra, en la esquina de Carlos Pellegrini y Córdoba. En ese local nos recibía en sus cumpleaños, dentro de su Balenciaga cada año más holgado.
Para “mezclar gente”, me invitaba a reuniones que se daban en su honor en Belgrano R. Ella se reía de todo, como una nena en una tertulia de adultos, alejada “del factor intimidante del público alemán y vienés, que conoce las partituras con exactitud, de modo tal que la menor equivocación es captada por toda la sala”.
Por momentos, parecía asumir su vida como una fantasía inexplicable, que necesariamente se revelaba como lo que había sido: una vida fantástica, donde sucedía que, desde la columna de opinión de un diario de Viena, se le pidiera a la dirección dela Ópera que “por favor quiten el parche del rostro a la princesa Éboli, para apreciar su belleza”.
Cuando caminaba con ella por avenida Córdoba desde o hasta su casa podía notar lo frágil e invisible que resultaba para el nuevo siglo. Se aferraba a mi brazo como protegiéndose no solo del tránsito, sino también de los edificios nuevos. Buenos Aires puede pasar sin cuidado por al lado de sus tesoros.
Margarita interrumpió sus actuaciones luego de veinticinco años de carrera por una hernia de diafragma o por asma, no queda claro. Dolencias frecuentes en los cantantes de alto rendimiento.
Una noche en el Colón, en ocasión de ir a escuchar a una colega, se preguntó a sí misma si hubiera preferido acaso estar todavía en el escenario. Ella solía decirme: “Lo que sale de la boca no vuelve a entrar”, apuntando con el dedo índice un lugar muy profundo, el de las cuerdas vocales. Yo entendía que me quería decir que, si uno habla de más, no lo puede reparar. Sin embargo, nunca se resignó a haber perdido su voz; por el contrario, la mantuvo cascada y reveladora hasta el final. En definitiva: “Todo tiene un porqué”.
Al revisar los casetes rotulados “conversaciones con Helen”, da la sensación de que nuestro entendimiento se fundaba en la incomprensión, es decir, en la curiosidad. Una tarde—pudo haber sido la última vez que charlamos sobre estas memorias—, mientras le mostraba cómo funcionaba el grabador, le pregunté:
—¿Lo conociste a Bernhard?
—¿A quién?
—Al escritor Thomas Bernnn...
—¿A quién?
—BERNARD.
—No lo conocí. Él escribió un libro sobre Paul. Se llama El sobrino de Ludwig Wittgenstein.
—Lo tengo que leer.
—¡Si es en alemán!
—Bueno, pero hay traducciones.
—No creo.
—Yo leí Korrektur, por ejemplo, que habla de Ludwig. Deuna construcción que hizo en medio de un bosque... de Viena, seguramente.
—Quién.
—Ludwig Wittgenstein. Un cono que hizo para la hermana.
—No, fue una casa. Una casa preciosa.
—Claro, una casa en forma de cono. En el bosque, ¿no?
—No era en el bosque.
—¿Ah no?
—Era un jardín. Yo fui mucho a esa casa. ¿Lo tenés? Traemeló.
—Sí. En el libro se trata de un cono que él construyó en el bosque. Que renunció a su dinero, y se quedó con un poquito solamente para construir este cono para la hermana, por la que tenía predilección.
—Tengo que verlo, porque eran muy amigos con su hermana Gretl. Yo la conocía muy bien. Tomábamos el té juntas. Meencantaría leerlo.
—Te lo voy a traer. La prosa es muy particular... de Bernjard.
—Bernhard.
—¿Cómo se dice?
—Bernhard. ¿Vos sabés que Thomas Bernhard dijo que él nunca más volvió a Viena cuando se murió Paul? Porque Viena sin Paul no era Viena. Paul era un genio. Era un ángel de bondad. Era inteligentísimo, y muy culto. Siempre quería escribir un libro. La madre le preguntaba “¿Cuándo vas a escribir?”. ”Ya va, mamá”, decía él. Nunca escribió.
—¿Él se dedicaba a algo, o era solamente un bon vivant?
—No tenía plata para serlo. Su madre tenía plata. En una época trabajaba en un ministerio. Trabajó mucho tiempo en ese ministerio. El jefe un día se le acercó y le dijo: “Herr barón, ¡los demás empleados están furiosos porque usted hace en un día lo que ellos hacen en una semana!”. Porque era un genio para las matemáticas.
—¡Qué increíble, un barón trabajando en un ministerio!
—¡Pero no! Condes y príncipes, todos trabajan.
—¡Es inaudito para mí!
—¿Eh?
—Según la idea que tengo de la nobleza, no me los imagino trabajando.
—¡No tiene nada que ver! Los ingleses son muy pocos los que no trabajan. Los que tenían fortunas heredadas... todo eso se acabó con las guerras. Se terminaron esas grandes fortunas.
—¿Tuvieron que ceder tierras?
—Los rusos se llevaron mucho. Los Wittgenstein perdieron bastante con el Imperio austrohúngaro, porque eso pasó a estar ocupado por los rusos.
—Qué deslumbrante. Haber vivido en el seno de una familia como los Wittgenstein.
—Meh. Pero yo no quiero que aparezca glamoroso o deslumbrante.
—Nooo.
—Bueno, te conté bastante hoy.
Nunca será bastante. Y antes de escucharla propongo leer un fragmento, publicado originalmente en alemán, que encontramos entre sus cosas. Un ejemplo de lo que viene contando Margarita desde hace mucho tiempo.
En aquella época, la Ópera Estatal de Viena no solo representaba grandes óperas en el Theater an der Wien, sino que a veces también lo hacía en la Volksoper, cuyo director en ese momento era el actual director general de la Deutsche Oper am Rhein, el profesor doctor Hermann Juch, de quien Margarita Kenney dice que le dio la primera gran oportunidad de su vida, razón por la que aún hoy disfruta tanto trabajando con él. [...] Margarita Kenney relata un pequeño ejemplo del apego de los vieneses a los cantantes: una vez, cuando estaba sentada en un café al principio de su carrera, el camarero la sorprendió con las siguientes palabras: “Señora cantante de cámara, ¡he oído que cantó usted tan bien ayer!”. Ella negó modesta y avergonzadamente que no era una cantante de cámara, pero él le dijo galantemente: “Para mí, señora cantante de cámara, usted ya lo es”. (De un conjunto de recortes pegados a una lámina, firmados por Elisabeth Fellner, Düsseldorf, 1960).
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