Un cuadro desaparecido en 1969 fue dejado en el umbral de un museo antes de que el FBI pudiera rastrearlo; nadie sabía cómo ni por qué, hasta ahora
A este cuadro de Picasso le pasó de todo. Desapareció de un muelle de carga del Aeropuerto Internacional de Boston y terminó en un lugar que no era el suyo: el modesto hogar de un tal Marrill Rummel, un operador de carga más conocido como Bill.
Para ser justos, Bill no supo que la caja de madera que metió en el baúl de su coche contenía un Picasso hasta que la abrió cuando llegó a su casa. Y para seguir siendo justos, tampoco le importó demasiado: siempre había preferido el arte realista.
Pero de pronto la cosa se había puesto seria. Todo el FBI estaba siguiendo la huella caliente de un Picasso de paradero desconocido que estaba oculto en el placard de entrada de la vivienda de Rummel. Bill y su prometida, Sam, entraron en pánico.
“Cómo nos deshacemos de esto?”, recuerda haber pensado Sam en ese momento. “No podíamos devolverlo así como si nada. Era un dolor de cabeza.” Por suerte, Bill conocía a un tipo con habilidades especiales para hacer desaparecer cualquier problema: un fixer, un experto en amañar situaciones complicadas.
Marcó ese número que conocía de memoria: era el de su padre.
El caso del Picasso desaparecido, que se revela aquí por primera vez, se remonta a mucho tiempo atrás, incluso antes del famoso robo de 13 obras de arte del Museo Isabella Stewart Gardner de Boston en 1990. De hecho, en cierto sentido ese caso empezó antes de que Picasso hubiera pintado la obra en cuestión.
Para eso hay que retrotraerse a la década de 1950 en Waterville, Maine, donde los muchachos Rummel, Bill y su hermano menor, Whit, ya ponían a prueba la tolerancia yanqui de su ciudad natal. Si Bill no estaba saqueando parquímetros para su colección de monedas, Whit estaba robando lapiceras en Woolworth’s. Si uno estaba robando autoestéreos en el desarmadero, el otro corría picadas con su auto que podían llevarlo al mismo desarmadero.
Pero su padre, Whitcomb Rummel, siempre lograba aplacar a los ofendidos policías diciendo que él podía manejarlos. Y así lo hizo: cuando Whit tenía 12 años y fue sorprendido robando en Woolworth’s, su padre le prohibió entrar a ningún negocio durante un año. “Ni al negocio de la esquina para comprarse una gaseosa”, recuerda Whit, que hoy tiene 76 años. “Mamá tenía que llevarme la ropa hasta el auto para que me la probara, porque no me dejaban entrar.” Ninguno de los hijos se atrevió a enfrentar a su padre. “Él sabía todo, veía todo, escuchaba todo”, dice Whit.
Rummel padre nunca hablaba de su infancia: tal vez le resultaba demasiado doloroso. Su madre había muerto de influenza cuando él tenía 9 años, y su padre lo mandó a vivir con una tía poco cariñosa. “Recién se volvió a contactar con su padre cuanto terminó la secundaria”, dice Whit. Asistió a la universidad, actuó un poco, se casó, durante la Segunda Guerra Mundial luchó en África con los Navy Seabees, y se mudó a Waterville, donde compró una heladería. Sus helados pronto se convirtieron los preferidos de la localidad y se vendían en distintos puntos comerciales.
El hombre detrás de la marca era igual de omnipresente: líder de la Cámara de Comercio local, miembro notable de la organización Kiwanis y de Shriner International, que le donó un marcador al gimnasio de la ciudad, le regaló a la policía un pastor alemán entrenado, patrocinaba un equipo semiprofesional de béisbol y regalaba banana splits a los niños por su espíritu cívico, sus buenas notas en la escuela, o simplemente por ser niños.
En casa era un padre peculiar, a veces divertido y hasta medio chiflado, pero por lo general muy severo. “Él nunca nos abrazó”, recuerda Whit.
Para alivio de la ciudad de Waterville, los chicos Rummel pasaron a otra cosa. Whit fue a la Universidad de Tulane, en Nueva Orleans, y Bill se enlistó en la Guardia Costera de Michigan, donde se enamoró de la camarera de un salón de bowling a quien todos los clientes llamaban “Sam”, al punto que su nombre de pila, Evelyn, quedó totalmente en el olvido. Cuando terminó su contrato con la Guardia Costera, en 1968, empezó a trabajar para Emery Air Freight, por entonces la aerolínea de carga más grande de Estados Unidos. Trabajaba en el turno noche del muelle de carga de la empresa en el aeropuerto de Logan, donde, a principios de 1969, llegó una caja de madera procedente de París.
En el interior, un Picasso: Retrato de una mujer y un mosquetero
Por entonces Pablo Picasso tenía casi noventa años y se había interesado por la figura de los mosqueteros como inspiración de los grandes maestros, especialmente Rembrandt, así que volvía a pintar ese tema una y otra vez. “Es la idea fija de su obra más tardía”, dice Pepe Karmel, profesor de historia del arte de la Universidad de Nueva York. “Creo que la pregunta que se estaba haciendo a sí mismo es qué lugar ocupaba su arte en relación con los antiguos maestros.”
El cuadro fue terminado en 1967 y debía ser enviado desde Boston a una galería en Milwakee, propiedad de Irving Luntz. Su hijo, Holden Luntz, recuerda que su difunto padre le compró el cuadro a Daniel-Henry Kahnweiler, un importante marchand de París muy conocido por haber sido un gran impulsor de la obra de Picasso. Como la negociación por el cuadro fue el día en que Luntz cumplía 40 años, Kahnweiler accedió en vendérselo por 40.000 dólares. “Un verdadero gesto de generosidad”, señala Holden Luntz, propietario de una galería de fotografía en Palm Beach, Florida.
Pero el Picasso nunca llegó a Milwakee. Desesperado, Irving Luntz se contactó con Emery para quejarse, pero la aerolínea de carga tenía otro problema mucho más acuciante: lo que en Nueva Inglaterra se conoció como “la tormenta de las 100 horas”.
La prolongada nevada de fines de febrero paralizó Boston, incluido su aeropuerto, donde los vuelos de pasajeros y las entregas de carga se vieron interrumpidos por la caída de medio metro de nieve: los contenedores cubrían la pista, y los muelles estaban atestados de cajas y paquetes.
“Nuestro muelle era un desastre”, dijo Bill Rummel en una entrevista de 2007 con Ira Glass, para un episodio que finalmente nunca salió al aire del programa de radio This American Life.
Con las cajas de salida y las de llegada bloqueaban el lugar, los ejecutivos de Emery exigieron que se despejara el muelle. Según contó Bill, al verse presionado por la empresa, su supervisor le señaló una caja a la que le faltaba una etiqueta y le dijo: “Esta noche cuando te vayas llévate eso a tu casa”. Cabe señalar que, según Rummel, más tarde ese supervisor fue despedido por robar.
Rummel metió la caja de chanfle en el baúl de su Chevy Impala 1962 y pocos días después la arrastró hasta el living de su casa en Medford, Massachusetts. La abrió con un martillo y descubrió que de pronto era poseedor de un Picasso. Pero la obra lo decepcionó, según le dijo a Glass. “No es un Wyeth, por decirlo de alguna manera.”
Rummel llamó a su entonces prometida y luego esposa, Sam Rummel. “No te imaginás lo que tengo”, le dijo. “¡Un Picasso!”
“¿Qué tomaste?”, le preguntó ella.
Al regresar a su casa, Sam encontró una gran caja apoyada contra la pared.
“¿Quieres verlo?”, le preguntó Bill.
“¡No, la verdad que no!”, le dijo Sam.
La pareja escondió la caja en el armario debajo de la escalera. “La empujamos bien al fondo, y después le metimos un montón de cosas adelante”, recuerda Sam Rummel. “Y nunca más se habló del tema.”
Pero había alguien que no hablada de otra cosa: Irving Luntz, el propietario de la galería de Milwaukee. Después de semanas sin su Picasso, se contactó con el FBI, que comenzó a husmear en el aeropuerto de Logan. Y ahí fue que cierta parejita de Medford empezó a ponerse nerviosa.
El FBI subió la apuesta y emitió un boletín para las agencias de aplicación de la ley del noreste norteamericano. “Se busca Picasso robado del aeropuerto de Logan. Estar atentos.”
Días después, el rey de los helados de Waterville llegó a Medford con su esposa, Ann, y con un plan para resolver la situación. Frotó el envoltorio y la caja del cuadro con vaselina, por razones que su hijo no lograba entender. A continuación, le adosó una nota manuscrita, se puso un impermeable, se calzó un sombrero de ala ancha, guantes, y allá fue.
Tres años después de esta correría, Whitcomb Rummel murió repentinamente a los 63 años. Su hijo Bill pasaría los siguientes 30 años trabajando en Emery, donde ascendió hasta gerente regional, para luego jubilarse en Carolina del Sur y morir, a los 71 años, en 2015.
Pero aquel Día de los Inocentes de 1969 en Boston, padre e hijo compartieron un momento inolvidable: trasladar un Picasso robado en un Impala.
Bill Rummel, que se había puesto una gorra negra y lentes oscuros, los llevó hasta Boston, y siguiendo las instrucciones de su padre, estacionó en Huntington Avenue. Su padre se bajó del auto y llevó la caja hasta unos autos que estaban más adelante.
El viejo Rummel cargó la pintura en un taxi, le entregó al conductor un billete de 20 dólares, y le dijo que llevara el paquete al Museo de Bellas Artes, justo al final de la avenida. Volvió al coche de su hijo y a lo largo del camino de regreso a Medford fue tirando el abrigo, el sombrero y los guantes en tachos de basura diferentes.
De inmediato empezaron a circular las imágenes de Perry T. Rathbone, el director del museo, posando con el Picasso recuperado, valuado en unos 75.000 dólares, y una misteriosa nota escrita a mano que decía: “Acepte esto para reemplazar en parte las pinturas que retiran de los museos de todo el país”. Y estaba firmada: “Robbin Hood”.
En declaraciones a un canal de noticias, Luntz, el dueño de la galería de Milwaukee, dijo estar “totalmente fascinado y encantado de haber recuperado la pintura”. Y también dijo que ya había una fila de potenciales compradores.
Pocos días más tarde, en el muelle de carga de Emery en el aeropuerto de Logan, el supervisor de Bill lo llamó y le señaló una caja que estaba en el piso y cuyo destino era Milwaukee.
“Lo encontraron”, le dijo su jefe.
“Ah”, respondió Bill.
Whit Rummel, también conocido como Robbin Hood, es cineasta y vive en Chapel Hill, Carolina del Norte. Durante mucho tiempo pensó que la historia de su familia con el Picasso tenía todos los ingredientes para una película, y guardó todos los recortes de noticias como prueba de una historia que durante décadas no pudo mencionarse. Pero encontró que la trama de la historia tenía una laguna:¿Dónde había terminado el Picasso en cuestión?
Así que hace un par de años contrató a Monica Boyer, editora y escritora de finanzas, para rastrear la pintura. No pudo encontrar ninguna mención a la obra en los registros de la casa de subastas ni en varias bases de datos de Picasso. Para colmo, el artista había pintado infinidad de cuadros con tema de mosqueteros.
De todos modos, siguiendo algunas pistas, encontró el catálogo de una exposición de 1971 llamada Picasso en Milwaukee. Entre las obras en exhibición: “Retrato de una mujer y un mosquetero”, en préstamo por cortesía de la colección de Sidney y Dorothy Kohl.
Sidney Kohl tiene 92 años, vive en Palm Beach, y pertenece a la familia propietarias de la cadena de shoppings Kohl’s. Sidney es un desarrollador inmobiliario, inversor y coleccionista de arte extremadamente rico. En 2012, ocho piezas de la colección de la pareja Kohl fueron subastadas por 101 millones de dólares.
Esa venta no incluyó al Picasso, y los Kohl no respondieron a las numerosas solicitudes para que confirmaran si la pintura, sin duda hoy valuada en varios millones de dólares, todavía forma parte de su colección privada.
Dondequiera que esté, esa obra del artista más célebre del siglo XX sigue igual de inaccesible para el público como si estuviera escondida en el placard de un operador de montacargas. Pero al menos ese trabajador trató de devolvérsela al mundo, con un de ayuda, por supuesto, del rey de los helados de Waterville, Maine.
(Traducción de Jaime Arrambide)
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