Posy Simmonds lleva décadas satirizando el mundo. Hasta abril, la Bibliothèque du Centre Pompidou le dedica una retrospectiva
Cuando la inglesa Posy Simmonds era chica, a sus padres no les hacía mucha gracia que leyera historietas, que ellos consideraban un género insustancial, incluso violento en ocasiones. Corría la década del 50, y la niña consiguió cerrar un trato con sus progenitores, dueños de una granja lechera en la campiña: seguiría con su pasatiempo sin descuidar lecturas más “serias”, más “profundas”. Pues sí que honró ese pacto con creces: hoy es considerada como una de las grandes damas del cómic británico, de gusto acentuadamente literario. Las musas de sus novelas gráficas más logradas no engañan: Gemma Bovery resulta una versión muy libre y muy contemporánea de Madame Bovary, de Gustave Flaubert, de igual manera que Tamara Drewe tiene deliberadas reminiscencias a Lejos del mundanal ruido de Thomas Hardy, y Cassandra Darke recuerda ligeramente al clásico Cuento de Navidad de Charles Dickens.
Además de crear estos libros, Simmonds ha sido frecuente colaboradora de importantes diarios, firmando viñetas e ilustraciones satíricas que, por lo general, le provocan escozor a la clase media biempensante, su blanco favorito. También ha escrito encantadoras historias infantiles, y ha visto cómo varias de sus tramas eran llevadas al cine por realizadores de renombre. Como si todo esto fuera poco, ahora Posy termina de situarse en lo más alto del noveno arte gracias al Festival Internacional del Cómic de Angoulême, equivalente a Cannes para el mundo de la historieta. Estaba reñida la contienda para el Grand Prix -el laurel más preciado, que premia la obra completa de un autor o autora- de la edición número 51 del encuentro, pero Simmonds logró imponerse frente a dos pesos pesados: el estadounidense Daniel Clowes y la francesa Catherine Meurisse (finalista por quinta vez consecutiva que, una vez más, vuelve a casa con las manos vacías).
Este triunfo de la autora británica llega en el momento justo: una selección cuidada de sus trabajos se encuentra actualmente en exposición en la Bibliothèque du Centre Pompidou, en París. La retrospectiva llamada Dessiner la littérature ofrece, hasta abril, un amplio panorama de su carrera, a partir de unas 130 piezas originales y bocetos inéditos, de su niñez hasta la fecha. En exposición, por ejemplo, un ejemplar de Herself, revistita que montó cuando era una adolescente y que le valió un tirón de orejas en su estricto colegio secundario: aquí parodia desde avisos publicitarios hasta columnas de consejos femeninos. También presente una de sus primeras viñetas para la sección de la mujer de The Guardian, diario de centro-izquierda con el que ha colaborado por más de medio siglo, desde inicios de los 70s: sobre una muchacha que es mirada con desagrado por amamantar a su hijo en un lugar público por las mismas personas que elogian la misma escena cuando la ven colgada de la pared de una galería de arte.
Las obras de Posy Simmonds condensan lo más destacable del espíritu inglés: el humor ácido y la mirada lúcida, sin contemplaciones, sobre las contradicciones de una realidad que ella observa sin petulancia, con gracia y agudeza. Así lo afirma la rigurosa prensa gala, que ha adoptado como propia a esta francófila discreta y reflexiva, alérgica a que la adulen, que parece reservar sus picardías para los tebeos. Literary Life, serie de divertidas columnas ilustradas que publicó en The Guardian a inicios de los años 2000, resulta un buen ejemplo de cuánto le gusta cargar las tintas contra la burguesía cultureta: aquí se burla con ingenio de la variopinta y engreída fauna del mundillo de las letras, “un ambiente para la comedia”, nos cuenta, resaltando que “escribir puede ser una ocupación muy solitaria, sobre la cual pende la amenaza de fracaso, y brotan la inseguridad y los celos. He visto con mis propios ojos a autores en festivales competir por quién tenía más fans en sus filas durante las firmas de libros”.
Fue por esas fechas, precisamente, cuando la Royal Society of Literature -tradicionalmente integrada por dramaturgos, novelistas y poetas- abrió sus elitistas puertas -por primera vez en su historia- a dos historietistas: los flamantes socios fueron Raymond Briggs y su colega… Simmonds, que recientemente había sido nombrada Miembro de la Orden del Imperio Británico. Cocardas no le faltan a esta artista de 78 años, que sabe que las novelas gráficas son como películas: “Toca ocuparse de alternar primeros planos y planos generales, elegir de la locación y los decorados. También encargarse del maquillaje y la iluminación, además de las actuaciones de los personajes”. Personajes como las antiheroínas que la han consagrado, cuyos errores dibuja con ternura, y sus éxitos, con un toque sarcástico. Para muestra, sus tres chicas más conocidas…
Originalmente publicada por entregas en The Guardian, Gemma Bovery es la historia de una mujer bella e insatisfecha que, harta de la rutina citadina, convence a su marido de instalarse en el campo de Normandía. Un sitio que no resulta tan idílico como ella preveía y, desilusionada, oscila entre el hastío, las deudas y el adulterio. Nótese que, cuando se publicó en formato libro en 1999, el reconocido caricaturista político Nicholas Garland dijo sobre esta obra: “¡Ahora sí que Posy ha mojado su pluma en ácido!”.
Volvió a hacerlo entre 2005 y 2006, cuando el mismo diario publicó semanalmente Tamara Drewe, sobre una ambiciosa columnista que se instala en el campo con la nariz recién operada y menudo objetivo: remodelar la antigua casa de su familia, escribir un bestseller y volverse famosa en el mundo entero. Naturalmente, su aparición causa revuelo en el bucólico remanso, donde contrastan lugareños empobrecidos y prósperos forasteros; más aún entre los tres varones -un jardinero, un músico y un novelista mujeriego- que quieren conquistarla.
Estos dos relatos fueron llevados al cine con buen recibimiento de la crítica y el público. Curiosamente, fue la misma actriz -la inglesa Gemma Arterton- quien prestó su encanto como protagonista de ambas comedias dramáticas; primero fichada por el realizador Stephen Frears para encarnar a Tamara Drewe en 2010, y cuatro años más tarde, a la chica Bovery bajo dirección de Anne Fontaine.
La que no ha sido llevada -aún- al cine es Cassandra Darke, de 2018, su novela gráfica más sombría hasta la fecha y, todo parece indicar, su favorita. Tiene debilidad por la protagonista huraña y cascarrabias, “liberada de cualquier consigna: agradar, sonreír, ser querida”. Leída como una reinterpretación contemporánea del mencionado clásico de Dickens, su Ebenezer Scrooge ni es varón ni es visitado por fantasmas; se trata de una señora misántropa, de unos 70 pirulos, que vela por sí misma. Galerista que reside en una casona de Chelsea, Cassandra tiene problemas con la justicia por pequeñas estafas relacionadas a la venta de falsificaciones de obras de arte, aunque no sienta que esté tan en falta: trampea a gente bastante desdeñable, que un poquito se lo merece.
Posy no pudo ir a recoger su premio en Angoulême debido a una pequeña intervención quirúrgica que la mantuvo en Londres, pero sí estuvo en noviembre en la inauguración de la retrospectiva del Pompidou, donde se mostró gratamente sorprendida al ver enmarcadas sus piezas juveniles, como la Marilyn Monroe que esbozó a los 9, muy alejada de la imagen de sex-symbol, con jeans y camisa, sosteniendo una escopeta que echa humo. Es que a Rosemary Elizabeth, como sus padres la anotaron al nacer en 1945, le ha gustado dibujar desde que tiene memoria. De chica, “en lugar de pintar un hada para que me felicitaran, prefería hacerla fumando un cigarro porque lograba algo para mí mejor: que la gente se riera”, confiesa esta hija de agricultores que creció entre vacas en el condado de Berkshire, al sudeste de Inglaterra. Allí le dieron el sobrenombre con el que hoy firma sus obras y del que no reniega en absoluto, a pesar de compartirlo “con muchas mascotas de Reino Unido”.
De su infancia, recuerda nítidamente la vez que siguió a Stanley Spencer -estupendo pintor inglés, algo olvidado en este siglo XXI- hasta el cementerio, para verlo desplegar allí sus bártulos y trabajar en un cuadro. Aunque no le faltaban agallas, la pequeña carecía de sigilo: el artista le rogó que saliera de su escondite y que se fuera para que él pudiera laburar tranquilo. La inagotable curiosidad de Posy también se trasladaba a la lectura cuando, con apenas tres años, adoptó la costumbre de ponerse de puntillas y tomar cuanto volumen alcanzara de la surtida biblioteca de sus padres. Incluso antes, cuando su mamá le contaba cuentos de hadas, el colorín colorado la dejaba con gusto a poco: “Okay, la princesa encontró su príncipe azul, ¿pero qué pasó después? ¡¿Eso es todo?!”.
“Aunque estén envueltos en fantasía, tiene que haber algo una verdad en los cuentos infantiles”, diría ya adulta quien, en la década del 80, incursionó en la literatura para chicos. Fred, uno de sus volúmenes más famosos, resultó ser todo un suceso: trata sobre dos hermanitos, Sophie y Nick, que hacen el duelo a su gato Fred, que acaba de morir. Lo recuerdan como un haragán que pasaba mucho rato durmiendo pero, gracias a otros felinos que se acercan a darles el pésame, descubren que el minino tenía una doble vida: por las noches, era un rockstar, ¡el más grande del mundo gatuno!, que por supuesto usaba el día para reponerse de sus concurridos recitales. La brit Joanna Quinn, directora de cine, llevó este relato a pantalla grande, y le fue tan bien que su film Famous Fred (1996) estuvo nominado a mejor cortometraje animado tanto en los Bafta como en los Oscar.
Volviendo a la infancia de Posy, además de clásicos, la chicuela pispeaba ejemplares encuadernados de una revista satírica de los siglos XIX y XX, Punch, donde antaño despuntó un tal John Tenniel, más recordado por haber ilustrado la edición original de Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll, que por su faceta como viñetista. Las caricaturas de George du Maurier y Ronald Searle eran las preferidas de Simmonds, que instintivamente apreciaba lo bien que combinan las palabras con los dibujos, además de sumar pistas sobre el arte de la comicidad y de la parodia que, a medida que crecía, iba poniendo en práctica en ilustraciones que le tomaban el pelo a escenas cursis de radionovelas o a remanidas tramas de historias del crimen.
De adolescente, Simmonds estudió en un internado de señoritas y, tras egresar, tomó un curso de cultura francesa en la Sorbona, donde terminó de dominar la lengua de Molière, adoptó la minifalda y adquirió cierta elegancia cosmopolita. Acostumbrada a la vida rural, de París le fascinó “el olor a gasolina, los cafés y las ostras, los museos y grandes almacenes”. También la moda de los 60s, un toque existencialista: imitando a Juliette Gréco, empezó a vestir full black, para espanto de su familia. “El negro no va muy bien que digamos con el campo”, dice y recuerda risueña el grito que pegó su abuela al verla regresar “con exceso de rímel, la palidez de un zombie y el pelo excesivamente lacio”: “¡Ay, ay, la niña parece estar de luto!”.
Puede que su estilo renovado desentonara en Berkshire; no así en el Central School of Art and Design de Londres donde se formaría en diseño gráfico, adquiriendo conocimientos en, por ejemplo, tipografía y rotulación a mano, que le vendrían de maravillas. Al poco tiempo, de hecho, los pondría en práctica al colaborar con dibujos para rotativos como The Sun y The Times, o bien, para el Reader’s Digest, donde le dieron un instructivo clarísimo: “Nada de cigarrillos, ni de alcohol, ni de sexo... y menos que menos, nada de grandes narices”. Como los encargos no abundaban, pagaba la renta con changas como limpiadora, niñera, paseadora de perros. Pero a partir de los 70s, la suerte cambiaría gracias a The Guardian, medio que le trajo estabilidad y, eventualmente, reconocimiento.
Una de sus primeras tiras recurrentes para este diario fue The Silent Three of St Botolph’s, donde Posy imagina qué fue de la vida de las protagonistas de un cómic para niñas que ella solía leer de chica, The Silent Three, de los 50s, sobre colegialas que forman una sociedad secreta para frustrar las fechorías de matones y resolver misterios. Ya crecidas, las aventuras escasean para estas -desencantadas- mujeres, cuyas ambiciones adolescentes han quedado demasiado lejos. Le seguirán otros personajes emparentados como el matrimonio Weber, cuyo idealismo progresista choca con las ansiedades del día a día, obligados a mantener sana y salva su extensa prole.
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